martes, 26 de junio de 2012
odio
Hay 548 imanes y el negro de la propaganda. Falta uno, que se quedó en Madrid. Falta "siempre", impuesto revolucionario de mi amigo Nice. Mola que se lo quedara. No es coña.
Hoy he conseguido una balda de mueble de oficina:
el tamaño es adecuado para trabajar/jugar, te lo puedes poner en las rodillas,
pero se amontonan las palabras/imán, y eso que las he medio clasificado.
Sólo tengo dos exclamaciones y cuatro interrogaciones: algún día las usaré. También sé donde venden tiras de imán en blanco. Y pienso añadir más elementos, seguramente ajenos/anejos al lenguaje, que no al verso.
He jugado una vez y mola. Las cinco primeras filas tienen cierto sentido: adaptarte a lo que tienes, a lo que te es dado. Y jugar. Con mi juguete nuevo (los reyes son los amigos, me han dicho).
domingo, 10 de junio de 2012
Una reflexión marrón
Tras una tarde de libros, una comida fraterna, una mañana de más libros, un desayuno en casa de la reina (léase MNCARS) y una madrugada de tren (léase más de trece horas de sabático asueto), se sentó il cavaliere, derrotado, piemaltrecho y cansado, en un cubo del madrileño granito gris, a reposar su dolorido cuerpo, mientras se avecindaba la hora de incorporarse al ferrovial trayecto de regreso tras la librera y ferial jornada.
Pergeñó el aguerrido y rojo caballero un boceto oro-geográfico del puesto donde decidió instalar su atalaya para dejar fotográfica constancia de la pendiente donde tratantes de libros viejos, antiguos y curiosos, algunos de ellos (los libros) sentados en sillas de madera antigua y acogedores brazos, instalaron y mantienen sus castas constantes de venta: la cuesta de Moyano. Oyó, y no dio crédito, el caballero algo parecido a un acorde desafinado y acuoso de trompeta rancia. Dos provectos nativos, de edad avanzada y conversación no atendida, ocupaban la mitad opuesta del cubo, dando cara al atardecer detrás del hotel llamado Mediodía, que enfrenta a la estación de Atocha, que oculta el hogar, a su espalda, donde hace siete años, piensa el caballero, durmió como un artista.
Dio por exagerado el recelo y continuó con su gráfica tarea de reseñar el paraje de su momentáneo nido de reposo.
Fotografió la cuesta, recolocó sus pertenencias en las bolsas que portaba que habían dolorido su omoplato derecho, y se dispuso a serenar su espíritu. “No en baldes” (expresión ésta de larga e inoportuna explicación, pero de evidente sentido), restaban dos horas para la salida de su veloz y alado carruaje férreo.
Mas un segundo requiebro, más metálico y acuoso, acompañado incluso del correspondiente efluvio que o calificaremos, turbó su reposo y enervó su bien conocido buen carácter agrio, que aun siendo tan bueno, le pierde al caballero su forma de ser.
Y recogió sus pertenencias y partió raudo. Si bien, no obstante, tres pasos justos mediaron entre su partida y su volverse para, con cara que reflejaba, con meridiana claridad, el ataque pituitario sufrido, dirigirse al aborigen y manifestarle su enérgica repulsa con un educado, comedido, y a todas luces insuficiente, comentario, sin alzamiento de voz ni emisión de esputos tampoco:
- Es usted un poco guarro.
(Obsérvese la ausencia la consciente ausencia de signos exclamativos en la transcripción de la frase.)
Con desprecio manifiesto y rapidez contestataria, digna de una premeditación que dejaba fuera de cualquier atisbo de duda un cierto carácter accidental al episodio flatulento, segundo de la tarde ahora claramente reconocido, evidenció el oriundo un presunto derecho a tal comportamiento justificando su previa ocupación del granítico asiento y recomendando, obedeciendo una lógica que no alcanzó a comprender el caballero, el desplazamiento a otra ubicación, seguramente no de la pretendida propiedad de “madrileño”, aduciendo una relativa minoría de edad del caballero:
- Pues te vas a otro sitio, que yo estaba antes y eres más joven.
- Eso hago… dijo el tan gentilmente despedido caballero, y se marchó.
Recordó todas las ocasiones en que verdaderos nativos habían hecho gala de la hospitalidad de los hijos de la Villa y corte, de las generosas indicaciones recibidas a lo largo del día ferial y feriado, de las buenas gentes que desde hace más de un cuarto de siglo han hecho de Madrid un lugar donde se siente il cavaliere tan a gusto como en brazos, donde amigos, auditorios y museos le acogen como lo hizo en su día el Cuartel de Veterinaria donde fue cabo-maestro, donde los taxistas le han facilitado incluso la búsqueda de un hotel barato o las penúltimas copas de cuando bebía… Un sinfín de gestos, abrazos y encuentros.
No volvió el caballero, airado pero ecuánime por esta vez, a mentarle la madre al engullidor de cocidos de col y garbanzos, ni a recomendarle el regreso, presto y sin tardanza, a la cuadra de donde no debió salir este nueve de junio de dos mil doce.
(Horas antes del capítulo narrado, en el jardín de entrada de la Biblioteca Nacional,
tras ver a Leonardo, recogí esta ramita de lavanda, recién florida y olorosa.)