martes, 4 de agosto de 2015

Jules Renard.- Pèl de pantoxa
Trad. al català de Antoni Clapés
Edicions Sidillà, 2015

Ayer fui a comer con mi madre.
Se lo debía a Anna, que no está muy segura ella de acertar siempre-siempre con los libros que regala. Siempre-siempre.
Mi madre no come las comidas que yo hago (ni siquiera las que le cuento que como), aunque disfruta con las que le hago preparar, siempre agradeciéndolas, como no, a quien las hace, no a quien las posibilita. Quien busque honores... ya hace tiempo que debería haber desistido.
Comimos ayer un arroz delicioso, con costillas y coliflor, y aprovechamos para rememorar (es un placer que nadie de mi familia evita), una vez más, los grandes hitos de mi "savoir faire" culinario (aquella vez que hice una tortilla de macarrones con tres huevos y un paquete de medio kilo de pasta para cuatro y aquella gloriosa ensalada de arroz para agasajar a todos los primos -unos veinte- con una -1- latita de atún).
Que yo sepa, mi madre no ha contado jamás nada de mí sintiéndose (o haciéndolo ver) orgullosa de mí. Nadie tampoco me lo ha referido. Hay gente que defrauda a sus madres y no se explica cómo. Lo que sí desarrolla esta gente es un profundo sentido de culpa, y de dolor, y de pena. Por eso, creo, se ríen tanto. Por eso, a veces, creo, son crueles. Por eso, generalmente, creo, hacen daño a terceros.
La señora Lepic ha tenido ya dos hijos, preciosos y encantadores, y el tercero le sale terriblemente naranja. Es un color odioso: radical para unos, cínico para otros... Preguntadle a Rita. Puede llegar a gustarte, pero es el color de los bigotes de las zorras. Preguntadle a quien críe gallinas.
Y seguramente, creo, ese es el terrible mérito del niño, de quien no llegamos a saber el nombre; esa es la causa, creo, de un odio y un maltrato que no se entienden ni siquiera cuando no hay más lazos que los que provoca la escolarización obligatoria y la distribución geográfica de alumnos por colegios en ciudades y barrios. Esa ruleta rusa del azar en las relaciones sociales que nos lleva a convivir con quienes no queremos en absoluto.
El detalle de las "atenciones" de la señora Lepic a su hijo hay que leerlo. No se puede contar.
Escrito hace más de cien años, representa límites de lo contable sólo alcanzados (y superados) en el "gran cuaderno" de la Kristoff,
El libro, como las recomendaciones de  Anna, se te queda pegado en las manos. No se puede dejar de leer. No te lo puedes creer. No das crédito. Paras, si acaso, para beber agua y facilitar el "trago".
Un libro, además, precioso, con su magnífica ilustración de portada hipnótica, y el tacto verjurado de su cubierta, y su tamaño delicioso, y sus doscientas páginas de suave papel crema.
De la primera lectura del libro me quedo con todo.
Recomiendo recomendarlo inmediatamente a alguien con quien se pueda ir comentando a medida que lo vaya leyendo (alguien de casa, pues, o a toque frecuente de teléfono: pareja, vecino, amante o deudo).
En una segunda lectura, boli en mano, destaco las conversaciones del niño con los adultos: la madre, el padrino, el padre (esta última es definitiva).
El álbum también es imprescindible.
Y la revolta.
Y el final.
Bueno, todo.
Anna siempre acierta.
A mí, y estoy convencido que mi madre también lo desea, me gustaría acertar tanto como Anna con ocasión de mis whatsApps reales y con mis twitts frustrados.
Godelleta, julio de 2015


(Parte de esta entrada aparece publicada en el blog dels orfes, mejorada, completada y traducida por elPac)

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